Hace tres meses me he mudado a una casa nueva. Y aunque me gustan los cambios, las mudanzas siempre han sido muy difíciles para mí, esta en especial. Adoraba la casa anterior, me sentía muy bien en ella, a pesar de sus límites como el baño afuera del departamento. Había que salir a un balcón común, en checo llamado pavlač, y caminar por fuera unos veinte metros para llegar al baño. En verano era hasta romántico, na había que abrigarse ni ponerse zapatos, uno podía respirar la cálida noche y observar las estrellas. Pero en invierno era mucho más duro salir de la cama a los quince bajo cero, y si la temperatura permanecía baja más tiempo el baňo se congelaba.
Otro encanto de esa casa eran los vecinos. La mayoría era gente mayor sin recursos, una viuda, una señora divorciada, una madre soltera, una pareja extraña cuya ropa apestaba afuera en el tendedero mientras se lavaba con la lluvia. Me llevaba muy bien con la mayoría de ellos, sobre todo con mis dos vecinas, que casi no salían del edificio, porque no podían caminar bien, y se pasaban todo el tiempo fumando y chismeando en el balcón. El vecino del depa apestoso también me caía muy bien, le pusimos apodo "el Indio", porque se parecía al personaje de la película de Forman One Flew Over the Cuckoo's Nest. A parte de la similitud física daba señales que también había pasado por la cárcel. El Indio se sentaba afuera de la puerta a tomar su cerveza en botella para que su mujer no se enterara, y cuando aún le sobraban unas monedas me mandaba por otra.
Me gustaba mucho la atmósfera de la proximidad, aunque a veces un poco forzada, porque era simplemente imposible mantener la distancia si todos los vecinos sabían cuando entraba al baňo y conocían a toda la gente que frecuentaba mi casa. Pero la verdad es que yo prefiero mil veces esto que vivir en la indiferencia saludándose veinte años en la escalera sin realmente conocerse.
Admito que a veces cuando me sentía pésimo y no quería ver a nadie, y menos en el camino al baño, me costaba mucho abrir la puerta y dar la cara a las vecinas que casi nunca abandonaban sus puestos. Y eso que aún no he mencionado al vecino panzón que salía y fumarse su cigarrillo sólo en calzón y me hacía comentarios "chistosos". Pero bueno, había que pasar por allí de todas maneras, no quedaba otra. Muchas veces me quedé atrapada con alguna pregunta y había que seguir la conversación un rato, y a veces me hizo bien escuchar los peculiares juicios de las señoras, sobre todo si se trataba de los hombres.
El día de la mudanza me tomé varias copas de tequila con las vecinas, me pidieron que viniera a verlas cuando quiera y yo prometí hacerlo. En las primeras dos semanas en mi casa nueva realmente extrañaba la presencia de mis vecinas y dos veces pasé a verlas. Hacía tiempo que una de ellas, Helena, no se sentía muy bien, se le hinchaban las piernas y tosía, pero con la cantidad de cigarrillos que se fumaba no era de tanta sorpresa. Me contó que se iba por un par de días al hospital para que la examinaran. La tercera vez que fuí a verla me encontré al Indio en la escalera. Me contó que Helena había muerto unos días atrás.
Desde entonces he pasado unas cuantas veces más por el edificio, pero se sintió muy extraño pasar por las ventanas de Helena sabiendo que ya no está. Toqué la puerta de su amiga, estaba tomando el ron sola dentro de su casa, acompañada por su gato y el cotorro que nunca aprendió a hablar.
Recién ahí empecé a asimilar el hecho de que ese lugar ya no era mío.
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2 comentarios:
Pues ahora que encontré tu blog, nuevamente aprovecho para leerte toda :D y sí, he sentido lo que precisas también, hace poco me mudé de distrito a distrito, y a pesar de vivir en un distrito peligroso al que siempre critiqué, se le extraña, incluso hasta las personas que no siempre me trataron bien... :D pero en fin... espero que ya tengas muchos nuevos amigos en tu nueva casa... si es que ya no te mudaste otra vez :D saludos, Roland
Qué relato más bonito...
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