2 mar 2011

La intensidad


Cuando era pequeña las cosas eran como eran y así estaba bien. Se vivía por primera vez, probando lo que había, con naturaleza, frescura, curiosidad y a veces con algo de miedo, pero de todas maneras siempre experimentando. No recuerdo haberme exigido algo más de lo que me traía la satisfacción y me resultaba difícil convencerme de que las otras cosas menos agradables también eran necesarias. Lo que me gustaba me salía con facilidad, pero tampoco pretendía a llegar a un resultado sobresaliente.

Lo que más recuerdo de la infancia es hacer las cosas al máximo. Desconocer los límites, o más bien ir conociéndolos. Correr hasta no poder. Gritar en plena voz. Reír hasta llorar. Fastidiar hasta que me pegaran. Comer tantas cerezas hasta vomitar. Jugar en la nieve hasta enfermarme. Trepar los arboles, esquiar, montar la bici... hasta casi matarme.

No sé exactamente cuando cambió, pero creo que fue alrededor de los doce-trece años. A uno de repente se le abre un mar de sensaciones, emociones y deseos, trata de entenderse a sí mismo y como no lo logra, desea ser entendido por los demás. El expresarse, compartir e identificarse se vuelve una necesidad. Pero no es fácil satisfacerla.

Aparece el miedo. Las dudas. La inseguridad. Uno empieza a moverse dentro de los límites, dentro de los esquemas. Disminuye la velocidad, deja de chocar, romperse las rodillas. Baja la voz, por si estuviera equivocado, esperando que haya alguien quién lo escuche a pesar de hablar en media voz.

Y así se va perdiendo la intensidad, como si la madurez requiriera de eso. Pero no se puede dejar de desearla. La perseguimos en los sabores, roces, besos y orgasmos, la buscamos en las historias, imagenes y rostros, tratamos de alcanzarla creando cosas y vidas nuevas para volver a vivirla...