11 sept 2008
La calle Libertad
„Es una casa de color lúcuma“, me dijo la señora en el teléfono. Decidí irme del depa miraflorino porque ya se me hacía insoportable la convivencia con esa chica tan difícil. Aguanté dos meses durmiendo en el sofá de su sala y ya no quería más.
Esa mañana iba a ver dos departamentos en Barranco. El primero lo encontré rápido y me hubiera gustado pero la dueña buscaba a alguien quién se quedara por lo mínimo un año. Y a mí me quedaban unos cinco meses más. Fuí a la otra cita pero nunca llegué. Me topé con dos mujeres que me engañaron y robaron de tal forma que volví a casa llorando de rabia e impotencia. Nunca deja de sorprenderme como los rateros sean tan buenos sicólogos. La vida les ha enseñado encontrar siempre la mejor manera de engañar la determinada persona. En mí vieron una chica que quería ayudar a la pobre empleada serrana abusada por sus patrones. Aaaahhh....que buenas!
Llegando a casa no se me ocurrió nada mejor que tomarme una botella de liquor que había traído de Praga como regalo para gente buena que esperaba conocer. Como no suelo tomar mucho me puse muy mal. Justo estaba en el baño vomitando cuando sonó el teléfono. La señora me preguntaba porqué no había llegado a la cita. Le conté la historia y ella prometió venir a recogerme. Subiendo al carro de señora Carmen y su esposo pensé, pucha, que tal si son unos pervertidos, me pueden llevar a cualquier parte y yo qué... Pero pronto paramos frente la pared color lúcuma y yo me sentí muy agradecida por haberme tratado bien.
Era una casa sencilla, de esas que esperan que les construyan otro piso cuando sea necesario. No tenía nada de muebles pero los dueños me iban a poner una cama, cocina y refrigerador. Por el momento no necesitaba más. Tenía tres cuartos de los que yo usaba uno solo (luego dos amigas americanas se mudaron conmigo), por un corredor sin techo se entraba a la cocina y al baño con ducha, que era tan baja que cuando se le puso la terma yo ya no entraba y siempre me chocaba la corriente tocandola con la cabeza mojada. Por una escalera se subía al techo donde había otro cuarto que no se podía cerrar y ese era „la sala“ y el lugar de las fiestas.
En el techo encontré unos ladrillos y una puerta vieja que me servían para construir mi mesa. Quedó bajita así que me sentaba en el piso mientras dibujaba. En Praga de vez en cuando encontraba hasta muebles viejos en la calle pero en Lima resultó un problema encontar siquiera una tabla o un pedazo de madera. Todo aún servía a alguien.
Un día Sra. Carmen decidió a llenar el tanque del techo con agua. Ya ni sé porqué, si por no tener que usar la terma matadora... Estaba trabajando en el taller de la uni, cuando me llamó Alejandra que acababa de llegar y encontró la casa inundada! Con Harmony (otra amiga cuyos padres hippies le han puesto ese lindo nombre) chapamos un taxi y regresamos a Barranco. Como casi no teníamos muebles, todas las cosas que estuvieron en el suelo flotaban sobre el agua! Llamamos a la dueña y nos pusimos a limpiar y secar las cosas, tendiendo la ropa y los papeles en el techo. Sra. Carmen se arrepintió mucho viendo el desastre y prometió areglar todo. El día siguiente volviendo de las clases... de nuevo! Supuestamente areglaron el tanque pero quién sabe como... Carmen aún más arrepentida nos trajó una tele viejita como recompensa. La hemos puesto a la sala junto con un colchón inflable.
Le rogamos que porfavor ya no aregle nada, que la casa estaba perfecta así. Pero no lo estaba. La luz fallaba muy a menudo. El refrigerador se apagaba y la terma tambien tenía sus mañas. Pero no todos los problemas estaban en nuestra casa. Los apagones, la tubería rota, el agua corriendo por la pista se nos hicieron cotidianas. Vivíamos momentos romanticos, duchandonos con agua fría iluminadas por las velas.
Así encontré La Libertad donde viví unos tiempos muy felices. Me consideraba la chica del barrio, conocía a los vecinos, los kioskeros, hasta tenía mi local que estaba en una cochera de calle Independencia, dónde siempre ibamos a comprar pizza y conversar con los dueños que nos prestaban sus platos a casa. Me gustaba vivir ahí, en el límite con Chorrillos, que ya estaba fuera de la zona turística y de la borachera barranquina. Me despertaba con el canto de las colegialas que así comenzaban sus clases. Otros días pasaba la procesión o venían los testigos de Jehova a conversar sobre la Biblia (lo que nunca pudieron conmigo).
Nada que ver con la casa miraflorina enrejada y con el guachimán abajo.
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