27 ago 2011

Me quedo

A veces sueño que estoy en Lima. Estoy allí sin tener que hacer las maletas, sin las despedidas en los aeropuertos, sin los viajes. Es como dormirse en un país y despertar en otro, un día cualquiera, sin que nadie sepa. Veo que estoy allí y sé que no debería, que es poco probable. Decido no complicarme y recibir ese regalo no esperado. Aún sorprendida pero feliz me pongo a pensar a quién llamar. Me encanta la idea de poder marcar el número de algún amigo del que normalmente me separa una distancia enorme y decirle: hola, estoy aquí, quieres tomar una chela conmigo? No sé porqué ahí el sueño se termina. Nunca dura lo suficiente para poder hacer la llamada.

Y aunque en mis sueños esos traslados aún me sorprenden, en mi realidad el Perú ha dejado de ser otro país. Por mucho tiempo lo estaba protegiendo en mí como una especie de exilio. Un sitio que no podía compartir con gente aquí. Algo que me alejaba de ellos y que con el tiempo se volvió un lastre. Pero tenía miedo de perderlo. Por alguna razón necesitaba de ese exilio.

Ahora siento que ese peso se va disolviendo. Me doy cuenta que ya no hay que guardar ese espacio porque no hay quién me lo quiera quitar. Puede que nunca hubo alguien así, pero eso creía. Quizás porque no tenía la opción de elegir. Pero ahora que podría irme a donde quiera, me quedo. Me quedo porque sé que mi vida conmigo es la misma aquí y allá.

29 jul 2011

Paisajes

Como si el porvenir y aun el presente carecieran de
entidad, Lima y los limeños vivimos saturados de pasado. Este nos ha sido impuesto por quienes creyeron desentrañar el enigma de nuestro ser, acerca del cual, para fijarnos un destino, preguntamos perplejos desde siempre. Se ha decidido así que nuestra ciudad está impregnada de una como extraviada nostalgia, y esto es cierto más en lo que atañe al descamino del sentimiento que al sentimiento mismo.
Sebastián Salazar Bondy, Lima la horrible (1964)

Dibujos con tinta china hechos en Praga. ©DoraCan
(Para ampliar haz click sobre la imágen)









2 mar 2011

La intensidad


Cuando era pequeña las cosas eran como eran y así estaba bien. Se vivía por primera vez, probando lo que había, con naturaleza, frescura, curiosidad y a veces con algo de miedo, pero de todas maneras siempre experimentando. No recuerdo haberme exigido algo más de lo que me traía la satisfacción y me resultaba difícil convencerme de que las otras cosas menos agradables también eran necesarias. Lo que me gustaba me salía con facilidad, pero tampoco pretendía a llegar a un resultado sobresaliente.

Lo que más recuerdo de la infancia es hacer las cosas al máximo. Desconocer los límites, o más bien ir conociéndolos. Correr hasta no poder. Gritar en plena voz. Reír hasta llorar. Fastidiar hasta que me pegaran. Comer tantas cerezas hasta vomitar. Jugar en la nieve hasta enfermarme. Trepar los arboles, esquiar, montar la bici... hasta casi matarme.

No sé exactamente cuando cambió, pero creo que fue alrededor de los doce-trece años. A uno de repente se le abre un mar de sensaciones, emociones y deseos, trata de entenderse a sí mismo y como no lo logra, desea ser entendido por los demás. El expresarse, compartir e identificarse se vuelve una necesidad. Pero no es fácil satisfacerla.

Aparece el miedo. Las dudas. La inseguridad. Uno empieza a moverse dentro de los límites, dentro de los esquemas. Disminuye la velocidad, deja de chocar, romperse las rodillas. Baja la voz, por si estuviera equivocado, esperando que haya alguien quién lo escuche a pesar de hablar en media voz.

Y así se va perdiendo la intensidad, como si la madurez requiriera de eso. Pero no se puede dejar de desearla. La perseguimos en los sabores, roces, besos y orgasmos, la buscamos en las historias, imagenes y rostros, tratamos de alcanzarla creando cosas y vidas nuevas para volver a vivirla...

25 feb 2011

(In)seguridades

Mucho tiempo creía ser capaz de reconocer qué me hacía bien y qué me hacía daño. Creía que sabía cuando estaba viviendo algo bueno, y cuando lo bueno dejaba de ser bueno y se convertía en algo difícil con que había que luchar, o que había que aguantar, hasta convertirse en algo malo. Pero en los ultimos años me di cuenta que mi deseo de estar bien es tan fuerte que me hace engañarme a mí misma. Es un poco perturbador saber eso, y me gustaría poder aprender de ello para no volver a vivirlo. Pero en verdad no sé para que me sirve saber que lo que pienso estar viviendo dentro de un tiempo puede resultar a ser otra cosa, si en el momento cuando lo vivo no llego a descifrarlo.

Tampoco logro a conciliar mis dos caras, la tranquila y razonable, y la curiosa e inquieta. Siguen en conflicto y cuando una de ellas parece estar ganando, la otra no tarda en cruzarle el camino y cambiarle los planes. Y yo queriendo seguir las dos voy cambiando de rumbos y perdiendome cada rato. La primera es la que valora lo que tiene, lo cuida, protege, mantiene, echa raíces, odia los conflictos. La otra quiere conocer, le gustan los cambios, el movimiento, actividad e independencia. Parecen contradecirse, pero una sin otra no puede existir, pierde el sentido. Una va hacía la otra hasta negarse a sí misma. Solo pueden coexistir en una lucha interminable.

Y así sucede que a veces prefiero vivir algo intenso sin saber hacía donde me lleva, arriesgando las seguridades y a veces perdiendolas para siempre. Perdiendo algo bueno, que quizás algun día resultaría no tan bueno, cambiandolo por algo desconocido e intenso, y por eso bueno, que dentro de un tiempo tambien puede resultar malo. No sé como el tiempo puede cambiar las cosas, si es el tiempo que las cambia, o soy yo misma. Solo sé que así tiene que ser, y si no, sería insoportable para una de las "yo". Igual como lo es ahora.

Mejor no sigo, aunque dudo que es esta la verdad a la que deseaba llegar.